sábado, 13 de octubre de 2012

Él era la perdición personificada, con su chupa de motero rebelde y su malboro en los labios entre cerrados dejando escapar el humo como si tragar veneno fuera arte.Era un señor de los pies a la cabeza, en el peor de los sentidos y en el mejor las noches de sábado en cualquier esquina de Madrid cuando las luces de las farolas parecían que solo le iluminaban a él. Era indeciso y firme al mismo tiempo, nunca sabías entre que sabanas acabaría la partida cuando pedía la primera copa, pero una vez sentía el impulso irrefrenable de tirarse al cuello de cualquier niña mona con un vestido demasiado corto y un pelo demasiado largo ya no abandonaba el juego.La gente decía que era frío como un tempano, pero que en la cama hacía que ardiera París hasta los cimientos y no dejaba ni las cenizas. Nadie conocía su nombre y él tampoco preguntaba el suyo a nadie, opinaba que los nombres eran etiquetas absurdas, que lo importante era lo que estaba debajo de la piel y eso solo podía saberlo haciéndote arder entre sus brazos.Conocía el mundo, porque la luna no era de todos cuando él salía, se hacía la dura pero terminaba bailando un tango solo para él, como todas. Yo le conocí infranqueable, sin ninguna cicatriz y con el corazón protegido bajo mil candados sin llave de fábrica.Le conocí en un bar con tres copas de más y demasiados principios. Acabé enredándome en sus piernas, marcando el ritmo con los gemidos que dejábamos escapar entre beso y inspiración de deseo congelada.Pero esa noche algo se activó, no recuerdo cuando fue si entre el segundo orgasmo o el cigarro de después,  y de repente me miró como nunca me han mirado, rebuscando debajo de mi piel, escarbando hasta llegar a mi.Me dejó helada, muerta de miedo y tiritando entre sus brazos, en su cama mientras me besaba la frente y los papados y las mejillas y la nariz.Ahora lo sé, me he dado cuenta que no hay sístoles ni diástoles en la que no intervengas tú.