miércoles, 9 de septiembre de 2015

Nunca he aprendido a mirarme con otros ojos; verse desde fuera lo llaman. Que soberana estupidez, no soy un ordenador, no puedo restearme el disco duro, tampoco he probado jamás a darme un chute de pellote con algún chamán indio para provocarme un viaje astral y verme a mi misma desde arriba dormida, pero no tengo la necesidad. Porque si algo he aprendido es que verme desde fuera debe ser igual de horrible que hacer frente a todos mis demonios, y de esto ha ido siempre la cosa ¿no? de escapar; primero de mi misma, después de mi enfermedad. Pero no siempre se consigue repetir el mantra que ha todos nos ha costado tanto aprender "el físico no es lo más importante", seamos sinceros: las primeras impresiones importan, no todo es la personalidad y la confianza no surge por tener un sentido del humor cojonudo. Y aquí es donde de verdad empiezan ha rebelarse las quimeras y se apaga la voz consciente ¿Cómo me ven?. Es repugnante darse cuenta que la imagen distorsionada que aparece en el espejo cada vez que me miro es la proyección que el resto del mundo alcanza a ver. No soy guapa, no soy delgada, no soy aceptable, no voy a ser una triunfadora, estoy igual de echa polvo por dentro que por fuera. Mentirse no hace bien a nadie, pero cuando empiezas a engañarte a ti mismo, es ahí cuando de verdad surge el problema. Y yo soy una experta en engañarse a uno mismo, antes me decía que estaba gorda, incluso cuando los huesos me sobresalían de la piel como queriendo librarse de unos barrotes imaginarios, y ahora que me engaño cada día pensando que esta versión deformada de mi misma puede agradar a alguien, que la gente puede ser capaz de mirarme sin pensar: "no quiero ser ella", "alguien tendría que decirla que dejara de comer". Porque yo no soy guapa, y si no soy guapa tengo que ser delgada o entonces ¿que me queda?.